El arte como territorio de disputa: mujeres, violencia y resistencia en El Salvador

Este artículo es una denuncia encarnada sobre las violencias que atraviesan a las mujeres en los espacios artísticos y culturales de El Salvador. Desde la formación académica hasta los escenarios institucionales, se revelan las estructuras que silencian, marginan y expulsan a quienes se atreven a hablar. Con una voz crítica y poética, la autora cuestiona el mito del genio, interpela a gremios e instituciones, y honra a las artistas que han resistido desde los márgenes. Más que una reflexión, es un llamado urgente a reconocer el arte como un derecho humano, y a construir colectivamente una cultura que abrace, repare y transforme.

ARTÍCULOS Y EDITORIALESSEPTIEMBRE 2025

Elizabeth Sicilia

9/17/20255 min read

El arte como territorio de disputa: mujeres, violencia y resistencia en El Salvador

La experiencia de las mujeres en la vida artística y cultural es una disputa constante por el espacio y el reconocimiento del derecho humano de crear. La vida para una mujer en el mundo del arte está marcada por las mismas violencias que percibe en sus contextos socializantes inmediatos. Hablo de El Salvador específicamente, porque es la experiencia que me atraviesa el cuerpo.

Escribo este artículo desde una perspectiva personal, pero también desde las historias de amigas, conocidas, artistas y amantes del arte y la cultura que han atravesado el filo violento del arte como espacio que, muchas veces, nos vulnera. No me refiero a la creación artística como tal —aunque cabe mencionar que los fenómenos violentos dentro del mundo del arte afectan inevitablemente el proceso creativo—, sino a las violencias que se dan en los espacios de formación, socialización y legitimación.

Los espacios artísticos y culturales siguen siendo, hasta el día de hoy, a pesar de los avances del feminismo, territorios de disputa para las mujeres. Existe un silencio impuesto en las aulas, en los colectivos, en las instituciones y en nuestro propio ecosistema social, enmohecido por el secreto perpetuo sobre las desigualdades. La que habla pierde espacios. La que habla traiciona a los gremios. La que habla repite la historia de Lilith: expulsadas de los paraísos, habitando la violencia del estigma y la marginación.

Estos espacios, que deberían ser refugio, reparación y resistencia, muchas veces nos exilian. Y lo que la historia del arte en El Salvador refleja —o al menos la que ha sido manejada como “oficial”— ha sido narrada desde una perspectiva patriarcal. Ahora bien, esta narrativa no ha sido perpetuada únicamente por los hombres; también por mujeres que, desde distintas disciplinas, han registrado la historia del arte sin cuestionar los marcos que la sostienen. No se trata de culpar a un género, sino de señalar un sistema que compromete la perspectiva ética de nuestras acciones, muchas veces de forma inconsciente.

Porque seamos honestas: aún hoy nos falta cuestionar. Y ese cuestionamiento no puede reducirse al contexto o a los otros. También debe ser personal, íntimo, sobre nuestras ideas, nuestras prácticas, nuestras complicidades.

Los nombres que se repiten en los libros, en las exposiciones oficiales, en los homenajes institucionales, rara vez incluyen a las mujeres que también crearon, dirigieron, escribieron, pintaron, actuaron y transformaron. Esta omisión no es casual: responde a una estructura que ha relegado lo femenino al margen, a lo doméstico, a lo anecdótico.

Las mujeres artistas salvadoreñas han existido siempre, pero muchas han sido silenciadas o reducidas a notas al pie. Algunas lograron irrumpir en los espacios oficiales, pero enfrentaron resistencias, estigmas y violencias. Otras construyeron sus propios circuitos: talleres comunitarios, colectivos independientes, espacios autogestionados donde el arte se mezcla con la pedagogía, la sanación y la denuncia.

Entre la academia y el territorio

La formación artística en El Salvador es un reto para todos, pero la precarización de la formación es un tema que probablemente merecerá otro artículo. Para las mujeres, los procesos formativos representan escenarios con elementos que profundizan las desigualdades. Acceder a los espacios de formación implica, para nosotras, atravesar múltiples capas de exclusión: económicas, geográficas, simbólicas y de género. La academia, que se presenta como el lugar legítimo de formación, muchas veces reproduce lógicas patriarcales que silencian, minimizan o exotizan la experiencia femenina.

La falta de referentes mujeres en los espacios de creación no solo se refleja en los contenidos compartidos durante la formación —es decir, en la narrativa dominante sobre el arte—, sino también en las instituciones donde las mujeres están presentes, pero rara vez ocupan espacios de toma de decisiones. Más allá de la asignación de cargos, lo que importa es cómo estas instituciones manejan el poder y cómo, dentro de su cultura organizacional, se perpetúan jerarquías que excluyen. También vivimos acoso, la deslegitimación de nuestras propuestas y la presión de adaptarnos a modelos estéticos dominantes.

Por otro lado, los talleres comunitarios y espacios autogestionados —muchos de ellos sostenidos por mujeres— han sido vitales para democratizar el acceso al arte. Sin embargo, estos espacios suelen operar en condiciones de precariedad, sin reconocimiento institucional, sin recursos y, muchas veces, sin redes de protección ante la violencia. Las mujeres que lideran estos procesos lo hacen desde la entrega, pero también desde el desgaste, enfrentando la doble carga del trabajo creativo y del trabajo de cuidados.

La brecha no es solo de acceso, sino de permanencia. Muchas mujeres abandonan sus procesos formativos por falta de tiempo, por maternidad, por violencia, por miedo. Y cuando logran permanecer, deben negociar constantemente su lugar, su voz, su cuerpo.

El arte, entonces, no se aprende solo en las aulas. Se aprende en la resistencia, en la colectividad, en los márgenes. Pero para que esos márgenes no se conviertan en exilio, necesitamos transformar las estructuras que definen qué es legítimo, quién enseña y qué cuerpos pueden habitar el espacio artístico sin ser violentados.

Procesos socializantes que perpetúan estas violencias

Esta violencia se sostiene en los procesos socializantes que moldean nuestras ideas, cuerpos y deseos desde la infancia. Estos procesos definen ideas fundamentales sobre cómo se debe ser artista, bajo qué condiciones y con qué legitimidad.

La idea de “genio artístico” ha sido históricamente masculina, individualista, excéntrica y, muchas veces, violenta. Se celebra al creador atormentado, al director egocéntrico, al pintor agresivo, justificando sus acciones con su obra o legado. El liderazgo cultural ha sido moldeado también por esta lógica. Por eso, muchas veces los gremios e instituciones protegen a los violentadores y revictimizan a quienes los señalan.

Esta lógica patriarcal no solo define quién porta el poder, sino también qué tipo de arte se considera valioso.

Cuando somos niñas, las mujeres recibimos un mensaje contundente y violento que afecta nuestra ambición artística, nuestra autopercepción y nuestras proyecciones profesionales. Se premia la obediencia, aunque esa obediencia signifique ser víctima y victimaria.

El camino del artista se idealiza como un camino de sacrificio. Se espera que el artista “pague el precio” por su vocación. Para las mujeres, ese sacrificio se duplica: deben demostrar que son capaces, que no son débiles, que pueden soportar el acoso, la invisibilización y la pobreza. Es en el deseo de crear —que se da en medio de toda esta violencia— donde se construye el miedo que condiciona la conducta de las personas y establece relaciones verticales que perpetúan la violencia.

Hacia una cultura que nos abrace

Hablar de las violencias que atraviesan a las mujeres en el arte no es solo nombrar lo que duele, sino también imaginar lo que puede sanar. Es un llamado urgente a las instituciones, colectivos y artistas a revisar sus prácticas, sus silencios, sus estructuras. A dejar de mirar hacia otro lado cuando la violencia se disfraza de genio, de tradición, de prestigio.

A las instituciones culturales: les corresponde más que la programación. Les corresponde el compromiso ético de garantizar espacios seguros, diversos y justos. Que el arte no sea privilegio, ni castigo, ni trinchera de impunidad.

A los colectivos: que el compañerismo no se limite al discurso. Que la horizontalidad se practique, que el cuidado se institucionalice, que el feminismo no sea solo estética, sino política cotidiana.

A las y los artistas: que el talento no se use para justificar el abuso. Que la creación no se construya sobre el miedo. Que el arte sea también una forma de abrazar, de reparar, de acompañar.

Este artículo es también un homenaje a todas las mujeres que han resistido y creado a pesar de todo. A las que pintaron con rabia, escribieron con ternura, actuaron con coraje, tejieron redes en medio del abandono. A las que no aparecen en los libros, pero están en nuestras memorias. A las que fueron expulsadas, silenciadas, marginadas, y aún así siguieron creando.