El dolor de la risa, de Astrid Menjívar: un testimonio sobre infancia, orfandad y educación rural en El Salvador durante el conflicto armado

"El dolor de la risa", de Astrid Menjívar, es un relato que entrelaza memoria, ternura y tragedia en el contexto rural salvadoreño de los años de guerra. A través de la mirada de una joven maestra y su vínculo con Juanita —una niña seria, reservada y marcada por la pobreza y la orfandad— el cuento revela la dureza de la infancia en tiempos de violencia, pero también la esperanza que se abría en la escuela. Con un estilo que combina lo poético y lo testimonial, Menjívar nos entrega una historia que honra la resistencia, denuncia la precariedad y recuerda a quienes quedaron en silencio. Una lectura que conmueve y provoca reflexión sobre la memoria colectiva y la fragilidad de la vida.

NOVIEMBRE 2025POESÍA Y NARRATIVA NOVIEMBRE 2025

Revista Cinco sv

11/28/20257 min read

El dolor de la risa, de Astrid Menjívar: un testimonio sobre infancia, orfandad y educación rural en El Salvador durante el conflicto armado

Algo sobre mí.

Astrid Menívar Rodríguez, docente de Matemática, Licenciatura en Mercadeo, con estudios en Periodismo y Antropología Sociocultural. Entre sus publicaciones se encuentran :Cuentos Indispensables Vol. I y III (Pantógrafo Editores 2022 - 2024) Premio en Narrativa Testimonial (CC Las Dignas, 2018). Premio Historias en el marco de la Despenalización del aborto (CC Las Dignas 2019), Plaquette “De putas y similares”, (2018). Premio cuento corto DIKÉ (2021).

Los tacones le quedaron atrapados entre las piedras y el barro de aquella cuesta que conducía a la escuela. Serían unos dos kilómetros a zancadas para llegar. El olor a hierba y a tierra mojada menguaba el cansancio en la mente y cuerpo de aquella joven recién nombrada profesora en el caserío de “Los tecomates”, cerca de las faldas del cerro Tecomatepeque.

Lo demás fue gajes del oficio: presentarse, conocer a los niños y niñas y sus respectivas familias. Eran años difíciles. El bullicio de las metrallas rompía la cristalinidad del ojo de agua de aquel paraje lleno de verdor. Por momentos se caminaba, y por otros se corría, dejando la vereda a un lado y buscando “por dentro”, por la milpa, por donde se pudiera. De esa forma, la profe recién llegada ya no caminaba más con sus zapatos de cuero y correa sencilla. Hubo que adaptarse a todo.

Los cipotíos mocosos, panzones de lombrices, descalzos y con el pelo en la cara, llegaban en la mañana, corriendo con el Silabario en el “bolsillo” –una bolsita hecha de tela azul a la medida del dichoso libro– un cuaderno, un lápiz y borrador. Del otro lado del hombro, les colgaba una botella plástica con agua “chele” para tomar, a veces con un “olotillo” de tapón, diez centavos en la bolsa y la ilusión de aprender todo lo que la profe les enseñara.

No había uniforme. Los cipotíos, en “chuña”, jugaban a la pelota. Subían a los palos de mango y naranja. Apedreaban los sapos en los charcos. Y disimulaban la pobreza comiendo la tortilla caliente que atragantaba la necesidad de los pobres.

Ese año se matricularon un cachimbo de cipotes. El rumor de la nueva profe se esparció por todo el cantón.

Así fue como, en primer grado, se matricularon como 65. Los más populares de ellos eran: Chilingo, Cuchumbo y la Cuchumbita su hermana, Rosa María, la Chayo, Pedrito, Chebo, Paula, Toño, el Tiracumbo, la Chupamocos, el Tilinte, Cementerio (por su nombre Emeterio), Juncame jinco ( por janiche) y muchos más.

No había energía eléctrica, ni agua potable. Los estudiantes de primer grado aparecían sin bañarse, y hediondos a orines, porque dormían con los hermanitos menores y los “miaban”.

Esa mañana, apareció Juanita en el corredor, con el pelo enmarañado, un vestidito ralo de dacrón, celestito, con unas chancletitas vencidas y polvosas, su bolsillo atravezado al hombro, y del otro lado, la pichinga de plástico con el agua chele. Morenita, como todos los de la zona, todos los del pueblo, los del municipio, los del país, con unos ocho años de edad, pero con la rabia de una mujer de treinta en su rostro. Entró al salón y se sentó adonde la profe le indicó. Sacó su cuaderno y su Silabario y, con rostro serio, emprendió su cometido por aprender.

Juanita mostró buena actitud: quería aprender a leer y escribir rápido, y lo logró. La profe les avisaba el recreo. No había campana porque el jefe de la Defensa Civil se la había llevado a su casa y, según contaba el vecindario, la tocaba por las tardes para llamar a las gallinas y meterlas al corral. De cualquier manera, los estudiantes salían o en

traban al aula al sonido de las palmas de su maestra. Juanita prefería no salir. Escribía cosas en su cuaderno. Cosas que nunca mostró a nadie. No le gustaba jugar, y cuando la profe le hablaba, ella respondía sin verla y muy seria. Entonces, la maestra comenzó a bromear con ella. Que por qué eran tan seria. Que le daría a comer ruibarbo. A veces, le contaba chistes hasta que la hacía reír, y Juanita lo hacía a escondidas. No le gustaba que nadie la viera: solo la profe. Se deslizaba por debajo de su pupitre y, con el ceño marcado, cuando le tocaba decir la lección, hacía contacto con su manita y le regalaba en secreto una risita a su profe.

Una mañana, una mujer iba subiendo la cuesta con pasos lentos, casi arrastrados. Llevaba la cabeza cubierta con una toalla. Una mano en la mano de un hombre, y con la otra, iba deteniéndose algo en su vientre. Juanita saltó de su pupitre y vio las dos figuras perderse entre el monte y piedras.

El verano era candente y la falta de agua en las quebradas ponía el ambiente mucho más árido. Los ataques constantes entre los bandos en guerra hacían que las familias emigraran al sector urbano; sin embargo, la escuela nunca cerró, pese a que una noche, un avión dejó caer una bomba sobre el patio, quemando una ceiba enorme que se

encontraba en éste. La profe faltó unos cuantos días, pero se dio cuenta de que ya no había peligro, entró de nuevo al caserío, removió los escombros que dejó la bomba y llamó a sus discípulos. Algunos regresaron. Otros tuvieron miedo de quedar chamuscados como el ramaje de aquella frondosa ceiba.

Los estudiantes, entre balas y temblores –debido al terremoto del 86–, acostumbraron sus vidas al peligro y a la improvisación. No obstante, la alegría de la pelota y los vientos que avisaban la proximidad del verano, inundaban sus cuerpos augurando la despedida de un año más.

Juanita sacó su sexto grado. Era muy aplicada. Su mamá había muerto hacía un año debido a complicaciones con la insuficiencia renal, luego de batallar por tres años viajando al Rosales por medicinas y diálisis. Sus seis hijos quedaron a cargo del papá: Juanita, la segunda y cuatro hermanitos más.

Juanita no creció mucho. Solía pasar todos los días por detrás de la escuela “vigiando” las clases de su profe. Ella la alcanzaba a ver y levantaba la mano para saludarla. La carga de un hogar sin madre cayó sobre los hombros de las dos hijas mayores. Su padre viajaba hasta la capital para ofrecer sus servicios como jardinero. Regresaba cansado, con poco en los bolsillos, muchas veces solo con el dolor de la viudez y el cargo de la orfandad de sus hijos.

Los exalumnos a veces llegaban a visitar a su profe. Algunos, con el deseo de que se les viera sus cambios, iban a estudiar al cantón más cercano donde había hasta tercer ciclo. La profe siempre los animaba a que siguieran adelante. Juanita, con su rostro muy serio, como siempre, iba a dejar y a traer a sus hermanitos. Pasaba saludando a

su maestra e intercambiaban bromas. Alguna vez le platicó de cómo la pasaba en su casa, pero se esforzaba para que el dolor de la muerte de su madre no aflorara. Le encantaba que la profe la saludara de lejos y le dijera “bicha creída”.

Se reía en secreto y llegaba a hacerse nudito a su lado; después de un rato se marchaba. A veces solo entraba al grado y se acurrucaba por las piernas de ella y con el suspiro silencioso le decía: la quiero.

Estaba próxima la celebración de las fiestas patrias. Los cipotíos llevaron papeles azul y blanco para hacer banderas, cadenas y gallardetes. La profe apenas se veía entre tanto papel, botes de engrudo, varas de bambú y más. Recostada en el marco de la puerta, Juanita alcanzó a decir: ¡Profe! Y levantando la mano, como siempre, ella le contestó con un ¡Hola! Y siguió recortando y pegando con los niños. Un instante después, cuando la profe alzó la vista, ya Juanita se había marchado.

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En medio de una habitación de lodo, barro y castilla pendía un crucifijo. Cuatro candelas enormes de color amarillo custodiaban el féretro.

Entré con el dolor en el cuerpo. Con el llanto en la vida. La impotencia y la desesperación de querer saber que había pasado con ella, pero, sobre todo, qué era lo que la diminuta voz iba a susurrarme ese día. Las beatas rezaban rosario tras rosario. La novena con todas las jaculatorias. Los golpes de pecho cada vez más fuerte, como queriendo arrancar la culpa de ser juzgadas más adelante por sus obras y por las culpas de la muertecita. Me aferré a una silla de correas. No entendía el paso de la vida sobre estos seres vedados de la abundancia, consumidos en la miseria y estrechez. Levanté la cabeza para abrazar al padre de Juanita y, hablándome entrecortado, me dijo: «ella la quería mucho profe». Yo, sintiendo que había traicionado a esa niña de rostro triste y amargado, que acudió a mí y no pude oírle, sentí un líquido abrasivo que recorrió mi cuerpo y salió en forma de lágrimas. «Profe fueron tres, tres pastillas matarratas las que tomó. Dicen que primero pasó por la escuela, después a la tienda. Ahí las compró y se vino a la casa, solo a tomarlas… ¡no se pudo hacer nada!».

Te recuerdo en mis días tristes y alegres, en mis regaños al hablar, entre cañales y maizales, te recuerdo con la dureza en tu carita de niña, pero con penas de adulta.

Te recuerdo hoy y siempre, Juanita, Juanita de mi juventud.