Fotoensayo sobre la reaparición de las tribus urbanas en Soyapango: música, memoria y resistencia en El Salvador
Este fotoensayo, escrito por Derlin de León y acompañado por las imágenes de Rafael Alas, revive la energía de las tribus urbanas en Soyapango como un acto de memoria, resistencia y convivencia. Entre punk, ska, metal y familias que se reúnen en torno a la música, este proyecto muestra cómo el ruido vuelve a reclamar su lugar en el espacio público. Con la colaboración especial de Carlos Mercado y Tatiana Alemán, este trabajo invita a descubrir cómo la música sigue siendo un territorio común y una forma de decir: aquí estamos, seguimos sonando.
ARTÍCULOS Y EDITORIALESDICIEMBRE 2025
Por: Delin de león Fotografías: Rafael Alas
12/17/20254 min read


Fotoensayo sobre la reaparición de las tribus urbanas en Soyapango: música, memoria y resistencia en El Salvador
Por: Derlin de León
Fotografías: Rafael Alas
Mención especial
Este proyecto no habría sido posible sin los aportes de Carlos Mercado y Tatiana Alemán, quienes participaron activamente en la concepción y revisión del ensayo, fortaleciendo su profundidad conceptual y su coherencia editorial.
Introducción
En una cancha de Soyapango, un domingo cualquiera, el país recuperó algo que había extraviado por más de una década: la música como territorio común. Después del miedo, los silencios y los toques de queda no oficiales, ese día se vivió la
reaparición de una energía guardada bajo capas de miedo: un cruce improbable de tribus que, antes del encierro, ya coexistían en comunales, colegios, parques y auditorios donde por unas horas se borraban fronteras sociales y sonoras. Lo vivido dejó claro que el ruido no regresó por accidente: vino a reclamar lo que siempre fue
suyo, recordando que la convivencia no es teoría, sino una práctica que existe cuando los cuerpos se encuentran y desmontan estigmas; y que, incluso en comunidades golpeadas por la historia, la música sigue siendo una forma de decir: aquí estamos, seguimos sonando.
La música como territorio común
En una cancha de Soyapango, un domingo cualquiera, el país recuperó algo que había extraviado por más de una década: la música como territorio común. A finales de los 90’s y principios de los 2000, los toques de ska, punk y metal encendían comunales, colegios, sindicatos y canchas donde las tribus aprendían a coexistir.
Después vinieron el miedo, los silencios, los toques de queda no oficiales, y la bulla callejera cesó. El cuerpo social, como advertiría Foucault, fue disciplinado: se reguló dónde estar, cómo reunirse y qué ruidos eran permitidos. La calle dejó de ser un espacio de aparición.
Durante años, estas subculturas quedaron recluidas en bares y recintos cerrados. Ese encierro empobreció la convivencia y reforzó prejuicios: la comunidad no les veía, y ellas no se mezclaban con la comunidad. Lo vivido ese domingo no fue una
novedad, sino la reaparición de una energía que el país había guardado bajo capas de miedo. El cruce improbable de tribus no surgió de cero: venía de una tradición interrumpida. Antes del encierro y el silencio, ya existía un mapa que sostenía la convivencia entre tribus. Los toques en comunales y canchas de Soyapango, los festivales de la Zacamil, el Ricaldone y el Don Bosco como laboratorios de
coincidencias juveniles; los parques de Mejicanos y Ayutuxtepeque con escenarios improvisados; y los auditorios sindicales donde, por unas horas, se borraban fronteras sociales y sonoras.
Este fotoensayo captura el momento exacto en que esa puerta volvió a abrirse. No es solo el registro de un festival improvisado: es la constatación de un renacimiento.
Jóvenes y veteranos, punketos, skaters, metaleros, familias, emprendedores, bandas orbitando alrededor del mismo estruendo. Para Arendt, aparecer juntos en público no es un gesto trivial: es el núcleo mismo de la vida política. En un país que acelera su marcha hacia el control y el autoritarismo, que estas identidades se mezclenlibremente es, por sí mismo, un acto de rebeldía.
En este contexto, vale preguntarnos si la convivencia entre subculturas es más que un gesto cultural: si se trata de un acto político que rompe años de fragmentación social y desafía la lógica del control. Porque ocupar un territorio que durante años fue
inaccesible, también es una manera elemental de disputar el espacio público. Lo que ocurrió en esa cancha lo constata: la convivencia no es una noción teórica, sino una práctica que solo existe cuando los cuerpos se encuentran. Y ese encuentro, por simple que parezca, ya desmonta estigmas.
Entre orden y caos, fiesta y amenaza, memoria y futuro, ese domingo dejó claro que el ruido no regresó por accidente, vino a reclamar lo que siempre fue suyo. El derecho a la ciudad, diría Lefebvre, no es una consigna urbanista, sino una práctica cotidiana de reapropiación. Al reunirse y ocupar un escenario, estas subculturas ejercen ese derecho: recuperan el espacio como lugar vivo. Estas imágenes retratan a un país que insiste en vivir, a una generación nueva que hereda la rabia y la ternura de la anterior, y a una cancha que, sin quererlo, se convirtió en el punto donde la vieja cultura chocó de frente con el presente. Un recordatorio de que, incluso en comunidades golpeadas por la historia, la música sigue siendo una forma de decir: aquí estamos, seguimos sonando.


















