Praxis liberadora e Ignacio Ellacuría: praxis histórica y transformación social
Fernando Recinos propone en Praxis liberadora: ¿Cómo? una lectura densa y comprometida de la noción de praxis histórica heredada de Ignacio Ellacuría, poniendo el acento en la “apropiación y transmisión tradente de posibilidades” como motor de la transformación social; a partir del análisis de la distinción entre opus operans y opus operatum, el texto sostiene que la historia se constituye cuando las posibilidades se actualizan en sucesos y subraya que no todo hacer es praxis: solo la acción que crea capacidades y asume la responsabilidad de transformar la realidad puede llamarse liberadora.
ARTÍCULOS Y EDITORIALESDICIEMBRE 2025
Fernando Recinos
12/9/202518 min read


Praxis liberadora e Ignacio Ellacuría: praxis histórica y transformación social
Fernando Recinos
Breve introducción al planteamiento de una praxis liberadora. El asesinato de Ignacio Ellacuría perpetrado por las Fuerzas Armadas salvadoreñas en 1989 dentro de las instalaciones de la UCA impidió, entre otras muchas cosas, que terminara de escribir su libro Filosofía de la realidad histórica. Logró esbozar, eso sí, la fundamentación teórica del concepto praxis histórica, partiendo del análisis estructural de los elementos que la integran: desde la materia hasta la persona, desde el individuo hasta la sociedad.
La praxis concebida por Ellacuría como «apropiación y trasmisión tradente de posibilidades» es la categoría más apropiada para comprender lo original de lo histórico[1]. El punto de partida, pues, debe situarse en las últimas páginas del capítulo quinto del libro incompleto de Ellacuría (2007), dedicado a la realidad formal de la historia. Ahí se explaya en el tema de la apropiación de posibilidades, fundamental a la hora de hablar de la praxis histórica:
“Lo formalmente histórico [está] en el resultado de la acción personal, el opus operatum y no en la acción personal misma, en el opus operans, lo cual permite considerar la historia como algo que incluye la historia biográfica y no sólo la historia social, ya de por sí impersonal (…) En definitiva, lo que es esencial a la historia es que haya, más allá de la actuación de las potencias, una actualización de las posibilidades. Que esta actualización tenga un grado u otro de opcionalidad y tenga asimismo un grado u otro de apropiación no debe hacer olvidar que lo esencial está en la actualización de posibilidades, actualización que se lleva a cabo de forma muy diversa en el caso de la biografía personal y en el caso de la historia. Y esto no por lo que la historia tiene formalmente de trasmisión, sino por lo que tiene de tradición: trasmisión tradente de formas de estar en la realidad como principio de posibilidades y actualización de posibilidades son así dos notas esenciales de la historia” (pp. 527-528).
Lo que de esto quiere resaltarse aquí, es el carácter histórico de la actualización de posibilidades, concepto que hace referencia a una apropiación física de la acción humana que la constituye en suceso, a diferencia del mero hecho. Lo que se entrega a la tradición son estas posibilidades apropiadas y convertidas en sucesos. Es por ello que la historia, dice Ellacuría, “es el suceso de los modos de estar en la realidad” (p. 525), es decir que los modos de estar en la realidad solo pasan históricamente a la realidad histórica por medio de una apropiación optativa de lo posibilitado por las formas de estar en la realidad entregadas por la sociedad.
Antes de cerrar esta breve introducción, es importante volver sobre la praxis habiendo dicho todo lo anterior para dejar sentado que no todo hacer es praxis, sino tan solo el hacer que es un hacer de realidad, en palabras de Ellacuría (2007): “Si se quiere hablar de transformación, la transformación que definiría a la praxis sería la intromisión de la actividad humana, como creación de capacidades y apropiación de posibilidades, en el curso dinámico de la historia (…) En la praxis histórica es el hombre entero quien toma sobre sus hombros el hacerse cargo de la realidad…” (pp. 595-596).
En esta praxis se centrará la atención: específicamente en la praxis liberadora.
Chapuzón: actual estructuración de la realidad histórica. (1) El concepto de altura procesual es importante en este apartado porque, como así lo ha acotado Héctor Samour (2014): “en la visión ellacuriana lo que define una época histórica es la altura procesual que hace referencia inmediata al proceso de la realidad histórica, que en cada caso da lugar a un determinado sistema de posibilidades (sistema de creencias e ideas, de instituciones sociales y políticas, de relaciones de producción, etc.), que condiciona el carácter real de las acciones humanas en una época o en un determinado tiempo” (p. 105).
Si Ellacuría (2007) fue capaz de trazar en líneas generales la dinamicidad del mal histórico como mal estructural, mal que debe entenderse como una negatividad encarnada y generada en y por las estructuras sociales, que al mismo tiempo niega y bloquea la personalización y humanización de la mayoría de la humanidad, es vital para los propósitos de este ensayo, decir que este mal histórico constituye un sistema de posibilidades a través del cual se vehicula el poder real de la historia, por tanto, este mal histórico determina lo que en la sección anterior llamamos la actualización de posibilidades, en este caso posibilidades de carácter negativo y no solamente antropológicamente negativas (la capacidad de este mal para afectar al ser mismo de las personas convirtiéndolas en malas), sino también metafísicamente negativas, como lo señala Samour (2014): “al ser la historia el culmen del orden trascendental, esto es, el ámbito concreto en el que la realidad en su totalidad da más de sí y se revela, el mal común ya no sería solo un mal meramente histórico, sino un mal metafísico, que estaría bloqueando y minando desde sus mismas entrañas la realización y revelación de la realidad misma” (p. 109).
Claramente, la actual altura procesual de la historia no difiere mucho en cuestiones estructurales de lo que Ellacuría alcanzó a analizar como un mundo configurado pecaminosamente por el dinamismo capital-riqueza, mundo en el que es necesario suscitar un dinamismo diferente que lo supere[2]. No se niega aquí, por cierto, las modificaciones que ha tenido la realidad desde la redacción de la Filosofía de la realidad histórica. La estructura misma del ensayo posibilitará ir desentrañando lo actual que tiene la altura procesual contemporánea de la historia para hablar estrictamente de cómo lograr una praxis histórica de liberación.
(2) La praxis liberadora depende en gran medida de la transformación antes comentada del mero hecho a suceso que acontece a las acciones humanas: el necesario paso por el cual las acciones humanas actualizan (o modifican, podría decirse) el sistema de posibilidades que entrega la altura procesual de la realidad histórica en cuestión. Para ahondar en lo que esto implica, se utiliza aquí el concepto de acto racional, introducido por Antonio Gonzáles (1997): “…los actos racionales consisten en una búsqueda de lo que las cosas sean más allá de nuestros actos. Esta búsqueda tiene su origen en la alteridad radical que las cosas presentan en nuestros actos, pues esa alteridad nos impulsa a indagar lo que las cosas pudieran ser con independencia de ellos (…) Respecto a la ética, esto significa que los actos racionales están, por su misma estructura, impelidos a trascender tanto mis bienes elementales, como todos mis esquemas intencionales de índole moral (…) Lo propio de la razón consiste, por tanto, en un permanente trascender los propios intereses y criterios morales para situarlos entre los demás intereses y criterios del mundo” (pp. 180-181).
A partir de este punto se juzgarán los actos humanos desde la perspectiva del acto racional que abre Antonio Gonzáles: al final de su libro[3] y lejos del mero análisis del fundamento de los actos humanos, dice que la justificación de actuaciones concretas desborda los límites de dicho análisis. Para justificar una actuación concreta, dice Antonio Gonzáles: “…tengo que comenzar por conocer las posibilidades que plantea cada situación. Una actuación estará justificada en la medida en que, entre el elenco de posibilidades concretas, es la que más se ajusta a la exigencia de los actos racionales (…) Así, para saber si una actuación es universalizable necesito conocer las leyes económicas que están en juego, los límites ecológicos del planeta, etc.” (p. 185). Antonio Gonzáles se despide diciendo que las páginas de este libro querían solamente esbozar los principios de una orientación exhaustiva de la actividad humana en el mundo que requiere desarrollos concretos de la filosofía más allá de los problemas concretos de fundamentación.
(3) Ya teniendo en cuenta lo que implica el acto racional, es el momento adecuado para preguntarse por lo específico de la altura procesual histórica salvadoreña: y por cómo la estructura dinámica del mal histórico, manifiesta en nuestra sociedad en la forma del binomio capital-riqueza, impide la actualización de posibilidades positivas, una actualización que pueda darle un viraje radical a la situación salvadoreña por medio de actos racionales.
No hay espacio aquí para hacer un recorrido histórico que permita analizar la actualización constante de posibilidades que se ha ido dando desde la conquista y la colonia[4], en mayor medida, gracias a la dinamicidad estructural del mal histórico (y claro, por la dinamicidad misma de la realidad histórica) que ya tiene mucho tiempo de haberse encarnado en nuestra sociedad. Baste para los propósitos que aquí se tienen, hacer un balance, a la manera del balance planteado en el ensayo Del cambio político y la vida en democracia, donde Jaime Barba (2017) parte de los cambios acaecidos en 1989 para hablar de los fracasos que acontecen en la altura procesual contemporánea: “…ARENA se hizo con el gobierno en 1989 para frenar lo que llamaban sus publicistas la insensatez reformista, y propuso otro camino (…) El trayecto a seguir en la línea de lo que bien puede llamarse el programa de reacomodo de la gestión económica no podía terminar con el primer gobierno de ARENA, aunque los primeros pasos marcaron una ruta decisiva. Se trató, sin duda, de un visionario plan de desmantelamiento de la capacidad de intervención económica del Estado y de la gestión gubernamental en general, que ha condicionado, hasta el día de hoy, las posibilidades reales para buscar un modo distinto de conducir el país” (pp. 256-257). El binomio capital-riqueza se vio reforzado por estas medidas de cambio estructural que buscaban utilizar, como ejemplo, el modelo chileno de rápida implementación de reformas neoliberales que, como es sabido, fueron introducidas de la noche a la mañana después del golpe de estado del 73 en contra de Salvador Allende, reformas implementadas asimismo por medio de un aparato estatal represivo. Situación no del todo diferente a la salvadoreña que podía, incluso, presumir de contar con un proceso “democrático” de acceso al poder del Estado, proceso que posibilitó la iniciativa empresarial antes mencionada de la derecha salvadoreña, representante de una parte importante de la burguesía, que tuvo el control del Estado hasta el año 2009, año en que se dio finalmente la llegada al poder de Estado del partido que terminó estableciéndose como la opción fuerte de izquierda luego de una larga guerra y una negociación con algunos de los representantes del movimiento revolucionario de finales del s. XX, con el tiempo este partido demostró tener una estrategia inmóvil estructuralmente, que ni siquiera se planteó la posibilidad de torcer aspectos sustantivos del modo de producción. Pero, como continúa Barba para evitar llantos y frustraciones innecesarias al respecto: “Lo primero que debe [hoy] hacerse es restablecer el tejido social, esa es la cuestión central. Aunque el restablecimiento del tejido social no es sinónimo de esa pariente menor que son las políticas sociales tuteladas por organismos internacionales, que no han pasado de ser paliativos. Lo que se requiere es una reconsideración profunda de los sectores sociales, y una reevaluación de las potencialidades y los obstáculos principales (…) En muchos terrenos es posible recomponer las cosas sin desgarrarse las vestiduras; en otros, quizá ya es demasiado tarde. En este sentido, el eje recursos naturales y producción agropecuaria debería constituir un asunto de máxima relevancia para el país, y podría ser un punto de convergencia nacional, pluriclasista, y de entendimientos efectivos” (pp. 261-262).
Hay que hacer énfasis especial en la convergencia de la que se está hablando porque en los siguientes apartados ese será el eje central en un planteamiento de la política racional[5], como instrumento para la actualización de posibilidades diferentes a las ofrecidas por la estructura dinámica del mal histórico: los adjetivos “nacional”, “pluriclasista” y “de entendimientos efectivos” no están de más y son alternativas que deben tomarse en cuenta para que cualquier esfuerzo político actual rinda frutos positivos.
Antes de proceder a un análisis más cuidado de las democracias liberales, conviene dejar ya sentado el análisis que de la “democracia” salvadoreña hace Barba, siempre en el mismo ensayo: “Una visión reduccionista de la democracia (=elecciones) es lo que aquí ha prevalecido. En ningún momento se ha asumido la complejidad de la vida en democracia (como ámbito, como régimen, como método) y por eso es que se la desprecia. Además, la vida en democracia no conduce a la intervención sobre graves desequilibrios estructurales, y solo podría favorecer aquella intervención en tanto que genera la libre discusión de los asuntos fundamentales de una sociedad. Por todo esto es que la democracia es el problema para los actores políticos principales, en tanto que la han visto como una máscara o como un recoveco para rehuir las soluciones estructurales. Y de ese modo, pues, no les sirve para sus operaciones políticas, les es incómoda, porque las nociones de pluralismo, de tolerancia, de institucionalidad y claro, de procesos electorales limpios y deliberativos (y no estas campañas atroces y procaces que padecemos) son fundamentales para la estabilidad de un país” (p. 265).
Como más adelante se observará, dentro de la democracia es donde podemos pensar el sistema de posibilidades actuales y futuras, el ámbito en el que la transformación social debe pensarse: “…Sabiendo, ahora, que no hay, lo que se decía antes, un período democrático primero, y después uno revolucionario. Es al amparo de la vida en democracia que en un país, en un pequeño país periférico, la perspectiva de transformación social debe matizarse” (p. 266). Como habrá notado el lector, no puede hablarse aún, en el caso salvadoreño de un avance en este terreno porque está, todavía, parcialmente inexplorado en cuestión de la praxis liberadora. Solo cabe hablar aquí de una fundamentación de ella.
Esbozado como está en el planteamiento de este ensayo, constituye la fundamentación teórica necesaria para desatar una reflexión que reoriente a los humanos que en este territorio desarrollan sus vidas para que la praxis liberadora pueda finalmente actualizar las posibilidades existentes (que sí existen, como se ha visto) para torcer el rumbo que le ha impreso el binomio capital-riqueza, representación conceptual del sector empresarial nacional e internacional, que puja por mantener el estado actual o no exigirle nada positivo a la altura procesual histórica contemporánea.
Antes de pasar a una destrucción del imaginario liberal democrático, va a ser necesario hacer un recuento de los males que las democracias liberales cargan y que al mismo tiempo, impiden la germinación de políticas diferentes a las ya conocidas.
(4) Habiendo aclarado en el apartado anterior que las nuevas estrategias políticas deben pensarse en el ámbito de la democracia, aquí es necesario introducir una noción clara del ciudadano, concebido como individuo desde el espectro ideológico del liberalismo (tanto económico como político) y, concebido como ciudadano involucrado colectivamente en el rumbo de su realidad histórica por la perspectiva de la praxis liberadora que aquí se esboza. Lipovetsky (2002) habla, con mayor precisión (que aquí nos servirá para matizar el objetivo anteriormente planteado de evaluar el desempeño colectivo de baja intensidad que la influencia estructural del mal histórico posibilita a los ciudadanos contemporáneos) de una ciudadanía fatigada: “…asistimos a la erosión de los deberes de renuncia a uno mismo, de participación y de implicación colectiva, pero simultáneamente a la persistencia de la valorización de un cierto número de prohibiciones relativas a la república (…) Lo que amenaza nuestra seguridad individual o colectiva y reprueba la opinión pública es lo que tiene que ver con la violencia, la sangre y la muerte: los deberes positivos de entrega a fines superiores ya no gozan de crédito, solo lo tienen los deberes negativos que prohíben acciones perjudiciales a los particulares y a la tranquilidad pública” (p. 203).
Se asiste, pues, a un escenario mistificado en el que se busca el constante mejoramiento de una condición humana individualizada que deja a un lado la modificación estructural del sistema de posibilidades actualizables de la realidad histórica, y como Ellacuría diría: con la elección de ciertas posibilidades se compromete la acción histórica en función de un futuro específico y al mismo tiempo se imposibilitan otros, en este caso, aquellos donde las reivindicaciones colectivas tienen algo que decir ante el caos que presenciamos: “…progresa una nueva ética que ya no está basada en la única legitimidad del sufragio universal sino en el constitucionalismo y en la primacía de los derechos del hombre, la independencia de las instituciones públicas respecto del Estado, la lógica jurídica como principio regulador de la economía y de la sociedad (…) Es menos significativo de nuestra época, [pues], el «retorno de la moral» que el «retorno del derecho», el predomino del derecho como regulador de las sociedad democráticas del posdeber” (pp. 206-207).
Aquí es preciso decir, de la mano de Juan-Ramón Capella (2007), que la noción de “mejoramiento” no es única de las tendencias antes esbozadas en función de la mejora cualitativa y la estructuración dinámica de una alternativa diferente a la que encarna el mal histórico en sus múltiples manifestaciones, sino que también puede hablarse de revoluciones pasivas: “…con «revolución pasiva» Gramsci se refiere a un conjunto de transformaciones «moleculares» (como se decía entonces; «microscópicas» se suele decir hoy) que alteran la composición de las fuerzas político-sociales antecedentes y su correlación, y que se convierten en la base de transformaciones ulteriores. Para ello el bloque político-social que las introduce y que hegemoniza la transformación ha de ser coherente («orgánico») con una lógica económica determinada y ha de arraigar en ella” (p. 21). Lo anteriormente dicho con respecto a las modificaciones estructurales impulsadas por ARENA cabe en este esquema, lo siguiente no del todo, pero es, sin duda, una estrategia utilizada en otros escenarios y que de un día para otro podría consolidarse en el caso nacional: “Una regresión silenciosa, o una contrarrevolución, ha de atraerse a los intelectuales, y ante todo a los de las clases subalternas; ha de crear sus intelectuales propios y privar de crédito, de prestigio en el imaginario colectivo, a los proyectos e iniciativas de la alianza social antagonista. Si la operación tiene éxito durante algún tiempo parecerá ilusoria la posibilidad de alternativas a un dominio social que, sin embargo, ha de ser laboriosamente renovado y reforzado día a día con todas las energías del capital y del estado: con su burocracia y su gendarmería, con la publicidad y con la policía del pensamiento, con la fuerza, en acto o en potencia, de los ejércitos” (p, 21).
A este punto es más que evidente que la misma estructura dinámica del mal común le permite mutar y apropiarse por medio de los actores sociales que lo encarnan, de posibilidades que lo fortalezcan y reduzcan el alcance de las alianzas sociales antagonistas. En este fortalecimiento del mal histórico en esta altura procesual de la realidad histórica, como antes se mencionó, prima una visión que según Alain Badiou (2004) gira en torno a un núcleo de convicciones claras:
“1) Se supone un sujeto humano general, de modo tal que el mal que lo afecte sea universalmente identificable (universalidad que recibe el nombre paradójico de ‘opinión pública’) de modo tal que este sujeto es a la vez un sujeto pasivo o patético o reflexivo: aquel que sufre; y un sujeto que juzga o activo y determinante: aquel que, identificando el sufrimiento, sabe que es necesario hacerlo cesar por todos los medios disponibles.
2) La política está subordinada a la ética en el único punto que verdaderamente importa en esta visión de las cosas: el juicio, comprensivo e indignado, del espectador de las circunstancias.
3) El Mal es aquello a partir de lo cual se define el Bien, no a la inversa.
4) Los ‘derechos del hombre’ son los derechos al no-Mal: no ser ofendido y maltratado ni en su vida (horror al asesinato y a la ejecución), ni en su cuerpo (horror a la tortura, al maltrato y al hambre), ni en su identidad cultural (horror a la humillación de las mujeres, de las minorías, etc.)” (p. 33)
Esta doctrina funda sus premisas en la evidencia de los juicios anteriores, que evidentemente nacen de la observación y la comprobación de los ciudadanos fatigados y muchas veces para nada conscientes de estar viviendo en una sociedad cuya marcha histórica ha sido construida en base a la elección de cierta actualización de posibilidades que se ha visto, en gran medida, actualizada por la encarnación del mal histórico. Como Badiou reafirma: “…he aquí un cuerpo de evidencias capaz de fundar un consenso planetario y darse la fuerza para imponerlo” (p. 34). Sin embargo, hay que decir antes de terminar este apartado, que esto no es así, y que esta “ética” no se corresponde para nada con la perspectiva que del bien nos esboza Héctor Samour (2014) de la mano de Ellacuría (perspectiva que no tiene nada que ver con el desencadenamiento de los egoísmos, la desaparición o extrema precariedad de las políticas de emancipación ni con la universalidad de la competencia salvaje): “Así, con el actual sistema de posibilidades, ‘hoy podría desaparecer el hambre del mundo, con lo cual la figura de nuestra humanidad en vez de ser una figura de desesperación y de guerra podría comenzar a ser una figura de libertad y de conciliación’. Pero, según lo que expuse anteriormente, esto solo podrá realizarse a través de la puesta en marcha de praxis históricas de liberación, entendidas como acciones éticas que buscan, a partir de unas posibilidades reales, la negación superadora de la negatividad histórica (…) negatividad que hace necesaria la actualización del bien como realidad operativa históricamente, y por cierto, con las mismas ‘cualidades’ o propiedades que han hecho y hacen del mal [histórico], un ‘mal común’” (pp. 107-108).
Después del chapuzón: Conclusión/esbozo del cómo de la praxis liberadora. Como se ha intentado reforzar a lo largo de todo el ensayo, pensar la praxis liberadora implica romper con una gran cantidad de moldes conceptuales y sensibles que se identifican con la encarnación ideológica, institucional, social, etc. del mal histórico, moldes que es necesario destruir para poder reemplazarlos con las herramientas conceptuales necesarias para hacer de la actualización de posibilidades diferentes, que no necesariamente son las de más fácil apropiación, el pan de cada día de los ciudadanos que ahora se necesita para darle cuerpo a los esfuerzos colectivos que pujen por la liberación, contraria a la liberalización.
Antes de proseguir a enunciar una última perspectiva teórica, un recuento de los conceptos utilizados aquí y la interconexión que se da entre ellos para poder proceder con el cómo de la praxis histórica: la historia es formalmente apropiación y actualización de posibilidades contenidas en la tradición tradente que permiten la ejecución de actos racionales que buscan luchar en contra de la reestructuración, o revolución pasiva del sistema de posibilidades que actualiza el mal histórico, en este sentido, las alianzas sociales antagonistas que surgen del pensamiento del bien como actualización de posibilidades (siempre estructuralmente dinámicas, a la forma del mal histórico) constituyen los esfuerzos que ahora en día es necesario reivindicar, y siguiendo a Mouffe (1999): “En primer lugar, estamos tratando con un tipo de identidad política, una forma de identificación, ya no simplemente un estatus legal. El ciudadano no es, como en el liberalismo, el receptor pasivo de derechos específicos y que goza de la protección de la ley. Lo que debe mantenerlos unidos es su reconocimiento común de un conjunto de valores ético-políticos (…) La creación de las identidades políticas como ciudadanos democráticos radicales depende, pues, de una forma colectiva de identificación entre las exigencias democráticas que se encuentran en una variedad de movimientos: de mujeres, de trabajadores, de negros, de gays, ecologistas, así como en «nuevos movimientos sociales». Es una concepción de ciudadanía que, a través de una identificación común con una interpretación democrática radical de los principios de libertad e igualdad, apunta a la construcción de un «nosotros», una cadena de equivalencias entre sus demandas, a fin de articularlas a través del principio de equivalencias democráticas (…) Solo mediante una concepción no esencialista del sujeto que incorpore la visión psicoanalítica según la cual todas las identidades son formas de identificación, podemos plantear la cuestión relativa a la identidad política de una manera fructífera” (p. 102).
El futuro depende, pues, de una correcta lectura de la altura procesual del proceso histórico por parte de los diferentes movimientos sociales para poder articular exigencias demócratico-radicales que puedan influir estructuralmente en el sistema de posibilidades que se actualizará y por medio de la tradición tradente pasará a ser apropiable también por las generaciones futuras: unas que ya no solo puedan observen la dinamicidad estructural del mal histórico, sino también la del bien histórico.
[1] No hay espacio aquí para entrar en cómo la naturaleza termina por historizarse con la aparición de una inteligencia irreductible a la pura sensibilidad, pero sí se intentará en estas páginas ocuparse de las implicaciones que rodean la realización histórica de una praxis liberadora.
[2] La cita no está puesta en su totalidad porque en este punto del ensayo nos alejaremos de los posteriores planteamientos de Ellacuría para introducir otros autores, más novedosos a consideración del autor del ensayo, en la cuestión de plantear desenlaces al problema del mal común que condiciona el sistema de posibilidades que tenemos a la mano como sociedad salvadoreña. La cita termina añadiendo que lo que se necesita es “un dinamismo diferente que lo supere salvíficamente”. Se prescindirá de ello aquí para proponer otro camino.
[3] Libro que puede verse como el planteamiento estructural de los supuestos que laten de fondo a una filosofía primera, entre ellos: la necesidad de una eficacia práctica que no se obtiene con fáciles concesiones al público, sino mediante un enfrentamiento riguroso de los problemas.
[4] Hacer un recorrido mayor: retrotraerse a los tiempos pre-coloniales, implicaría un esfuerzo importante pero no esencial para entender lo que ahora sucede.
[5] Concepto que nace aquí de la conjunción entre la noción de acto racional y el ámbito de la política, para dar lugar al acto político racional.
